“Tú serías feliz si vivieses enfrente de una biblioteca”, me dijo mi marido un día. ¡Y qué bien me conoce! Entonces sonreí, tímidamente, como dando a entender que tampoco es para tanto. Que mi obsesión por las bibliotecas no es tan desmesurada.
Pero, ¿a quién quiero engañar? Sería tan feliz pudiendo bajar cada día a leer libros nuevos, o a consultar cualquier duda en un libro, o ver qué películas me recomiendan los bibliotecarios…
Algunos de los mejores libros que he leído me llegaron a través del estante de novedades de una biblioteca. Y sé cuándo lo cogí y dónde.
Vivencias, lo llaman.
Mis hijos, mi marido y yo tenemos cada uno nuestro carnet y sacamos prácticamente siempre el máximo de libros que nos permite la biblioteca. De hecho, tengo que confesar que alguna que otra vez les he dicho a mis hijos que no se sacaran los seis permitidos argumentando que es mejor menos que más, para poder aprovechar yo su espacio para seguir investigando.
Amo con locura las bibliotecas. (¡Que conviertan mis cenizas en libros cuando muera!)
Según datos oficiales, en España hay 4.564 bibliotecas públicas y de los más de 48 millones de personas que vivimos en el país, unos pocos más de 13 millones tenemos carnets de biblioteca (porque una servidora tiene más de uno). Una barra de pan no sé, pero un carnet debería venir con cada bebé al nacer.
- Tome, su hijo y su carnet de usuario de biblioteca.
- ¿Para qué quiero yo esto? — se extrañaría el primerizo padre.
- Lea a su hijo desde ya. No podrá proporcionarle un mejor futuro — le revelaría la matrona.
Mi madre fue la primera persona que me llevó a la biblioteca. Al entrar, debí experimentar lo que Stendhal en la basílica de Santa Cruz en Florencia, pero sin desmayarme. Un hormigueo, un no saber hacia dónde mirar, qué libro coger, qué leer. Después de experimentar una sensación que creo que mi subconsciente guardó en mi memoria a largo plazo y que, inconscientemente, siempre me acompaña cuando entro en una biblioteca, elegí los cómics de Asterix y Obélix.
Soy niña de cómics, de leer lo que algunos consideran que no son buenas lecturas.
(Un secreto: son las mejores)
Amo las bibliotecas, ¿lo he dicho ya?
Me apasionan tanto y las considero tan necesarias que junto a otras madres, pusimos en marcha la biblioteca escolar del colegio de mis hijos. Y, por supuesto, esta carta de amor no podría terminar sin tener una reivindicación a favor de ellas. A favor de las profesoras y profesionales que sacrifican horas de su tiempo para crear un espacio para el bienestar cultural de sus alumnos. Sin recursos, sin medios, sin ayudas.
Las bibliotecas escolares son el claro ejemplo de que quienes residen en los despachos del ministerio de Educación en este país no han entendido nada. Un lugar tan rico, lleno y único para aprenderlo todo y tan menospreciado y desaprovechado.
No es un no poder. Es, tristemente, un no querer.
Mientras otros se sujetan la venda que tapa sus ojos para no querer ver que no hay mayor lugar de aprendizaje y de comunidad que una biblioteca, yo seguiré viviendo mi amor platónico por ellas y, como soñaba Rebecca con Manderley en la película de Hitchcock, volveré a ellas hoy y cada día.
Pila de pendientes es la columna sobre literatura infantil y juvenil que sueño con publicar en algún periódico. Donde escribo sin tapujos y con rigor sobre los temas que más pueden interesar a los lectores relacionados con la literatura y la lectura. Esos melones de los que hablamos en petit comité pero que tanto cuesta sacar a la luz. También recomiendo libros porque no hay mejor manera de que cada historia llegue a su lector que dejándolas volar libres.