Mario vivía en la ciudad. Y le encantaba la naturaleza. Pero para ver los árboles tenía que ir al parque que había detrás de su casa. Le gustaba su barrio. Sus calles anchas. Con muchos parques para jugar. Y, además, allí vivían todos sus amigos. Pero él necesitaba sentir la naturaleza de cerca. Oler las hojas. Sentir la paz y la tranquilidad de un bosque.
Muchos fines de semana les insistía a sus padres para ir a casa de su abuela, en el pueblo. Allí sí que le gustaba estar. Durante el trayecto en coche, siempre iba nervioso. Deseando llegar.
Su abuela vivía en un pueblo pequeño. Con muy pocas casas. Y siempre que salía de casa de su abuela, veía los árboles. Oía los pájaros. Y, si observaba bien, podía ver hasta algún animal escondido en el bosque.
Le encantaba estar allí. El hogar de su abuela olía a bizcocho. Y sus manos eran tan suaves… Mario siempre se acababa manchando la cara de la harina del delantal de su abuela cuando le daba un abrazo.
A Mario le gustaba levantarse temprano, ir a despertar a su padre y salir a pasear. El olor a verde. La humedad que impregnaba su ropa. El sonido del río. Todo le hacía sentirse lleno de vida. Y libre. Libre como el agua.
- ¡Papá, mira!- le gritó Mario a su padre mientras señalaba hacia el cielo.
- Es un buitre, Mario- le explicó su padre.
- Papá, ¿has visto que alas tiene?
- Sí, es una de las rapaces más grandes que hay.
Pero Mario ya solo oía a su padre en un leve susurro. No podía apartar sus ojos del buitre. Parecía que volaba despacio, disfrutando del viaje. Del paisaje.
Mario quería ver lo que él veía desde ahí arriba. Quería sentir el viento. Cerca.
Esa misma tarde, hizo un bizcocho con su abuela. Se manchó de harina y de chocolate. Y cuando terminó de cenar, estuvo un rato asomado a la ventana antes de irse a dormir. Intentando ver a los buitres. ¿Cómo verían ellos la Luna desde ahí arriba? Esa y mil preguntas más se hizo Mario aquella noche.
Preguntas que hoy tienen respuestas. Porque Mario se convirtió en el mayor experto en buitres del país y él mismo descubrió y pudo contestar muchas de sus dudas.
Hoy, Mario sigue acordándose de aquella mañana con su padre. Del olor a verde. De aquella tarde con su abuela. Del sabor a chocolate. De aquel día en el que soñó que miraba a los buitres de cerca. Que se subía a la montaña más alta y era capaz de sentir el viento en su cara. De sentir su libertad. Del día en el que decidió dedicar su vida a los buitres.